¡A Golpe de Decreto-Ley!


Cada vez es más frecuente que el Gobierno utilice el mecanismo del Decreto-ley para poner en marcha medidas, realizar modificaciones y reformas legislativas, etc. ¿Es realmente el mecanismo adecuado?.

El Decreto-Ley aparece previsto en el artículo 86.1 de la Constitución Española, donde se establece que “en caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la forma de Decreto-Ley y que no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos, al régimen de Comunidades Autónomas, ni al Derecho Electoral General.”

A través de este mecanismo, nuestro sistema permite que el Gobierno, como poder ejecutivo, dicte normas de naturaleza mixta, ya que por un lado se trata de un Decreto, pero además es Ley, y como tal, tiene el mismo rango que las normas creadas por el poder legislativo. Sin embargo, la propia Constitución establece de forma expresa los supuestos en los que el Gobierno puede hacer valer esta potestad, cuando exista una “extraordinaria y urgente necesidad”, y siempre que no se trate de las materias que se excluyen en citado artículo.

El mayor problema surge al definir y concretar un concepto claramente indeterminado, como es la extraordinaria y urgente necesidad. En este sentido, el Tribunal Constitucional ha calificado como tal aquellos hechos inusuales, que suceden de modo imprevisible, y además que son de tal entidad que se consideran graves e importantes, lo suficiente como para que requieran la adopción de medidas a la mayor brevedad posible, con la intención de evitar que se produzcan daños mayores tanto a los intereses públicos como privados.

Como no podía ser de otra manera, los decretos-ley tienen el carácter de provisionales, en la medida en al que después de ser adoptados han de ser llevados al Congreso de los Diputados en un plazo acuciante, para que se pronuncien expresamente sobre ellos, y finalmente se confirmen o se deroguen. Si bien es cierto que la nuestra constitución establece un plazo máximo de 30 días para que este tipo de normas se aprueben o no, el matiz más importante radica en la imposibilidad de modificar el texto, y es que la aprobación o no de esa norma ha de ser sobre la totalidad, como un bloque, sin que se pueda entrar a subsanar los posibles errores o vacíos legales en que haya incurrido el Gobierno.

Por lo tanto, parece evidente que este mecanismo está pensado para dar respuesta normativa a fenómenos y situaciones que ocurren en la dinámica social, económica, etc, y que son inaplazables, es decir, que no pueden esperar todo un trámite parlamentario, ya que de lo contrario se causarían daños irreparables, y así podríamos pensar en catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, etc), epidemias, huelgas…

Si esto es así de claro, ¿por qué los expertos alertan de que en los últimos años se ha utilizado este mecanismo con demasiada frecuencia?. La respuesta parece clara, el “decreto-ley” evita el debate parlamentario, y permite el dictado de normas en un brevísimo espacio de tiempo, sin embargo su utilización de forma desmesurada desvirtúa su propia naturaleza y finalidad, y perjudica claramente la división de poderes. El hecho de que siempre pueda ser objeto de control por parte del Tribunal Constitucional no tranquiliza del todo, ya que los pronunciamientos del Alto Tribunal no se caracterizan por realizarse en un breve espacio de tiempo, por lo que la aprobación de un decreto-ley, seguida de una confirmación por el Parlamento da lugar a una forma fácil de sacar normas adelante saltándose los mecanismos legalmente establecidos. Todos los gobiernos de todos los colores han utilizado en mayor o menor medida este mecanismo, siendo este ultimo el que ha batido todos los records desde el comienzo de la democracia.  




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